El Dr. Samuel Blake, un renombrado psiquiatra con una inclinación por los casos más oscuros y retorcidos, recibió una carta anónima que lo llevó a investigar el Asilo de Blackwood. Este asilo, abandonado desde hace décadas, tenía una reputación tenebrosa. Se decía que los pacientes allí internados habían desaparecido sin dejar rastro.
El asilo se erguía como una mole sombría en medio de un bosque espeso. La estructura, con sus ventanas rotas y paredes cubiertas de hiedra, parecía viva, como si respirara a través de sus grietas. Samuel se acercó con cautela, sintiendo el peso de la historia oscura del lugar.
Dentro, el aire era denso y frío, impregnado de un olor a moho y abandono. Las paredes estaban adornadas con grafitis y las puertas, muchas de ellas arrancadas de sus bisagras, colgaban precariamente. Samuel encendió su linterna y avanzó por los pasillos, cada paso resonando con un eco inquietante.
De repente, un grito desgarrador rompió el silencio. Samuel se detuvo en seco, su corazón latiendo con fuerza. El grito parecía provenir del sótano. Con una mezcla de temor y determinación, decidió seguir el sonido.
Al llegar al sótano, encontró una puerta de metal oxidada. La abrió con esfuerzo y descendió por una escalera empinada. La oscuridad era casi total, pero su linterna reveló una serie de celdas pequeñas y sucias. En una de ellas, encontró una cama con correas de cuero, aún manchadas de sangre seca.
Mientras inspeccionaba la celda, escuchó un susurro detrás de él. Se giró rápidamente, pero no vio a nadie.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó, tratando de mantener la calma.
El susurro se intensificó, convirtiéndose en un coro de voces que parecían venir de todas direcciones. Samuel sintió un escalofrío recorrer su espalda. Decidió seguir adelante, avanzando por un pasillo estrecho que se adentraba aún más en las entrañas del asilo.
En una habitación al final del pasillo, encontró una serie de archivos antiguos. Al revisar los documentos, descubrió que muchos de los pacientes habían sido sometidos a experimentos inhumanos. Los médicos del asilo, liderados por el Dr. Victor Hargrove, habían intentado curar enfermedades mentales mediante métodos brutales, que incluían electroshocks y lobotomías.
Uno de los archivos llamó especialmente su atención. Era el expediente de una paciente llamada Elizabeth Warren. Según los registros, Elizabeth había sido sometida a un tratamiento experimental que había salido terriblemente mal. Los informes indicaban que había desaparecido poco después, y su cuerpo nunca fue encontrado.
Mientras leía, Samuel sintió una presencia detrás de él. Se giró lentamente y vio una figura femenina, pálida y espectral, con ojos vacíos y una expresión de profundo sufrimiento.
—¿Elizabeth? —susurró, su voz temblando.
La figura no respondió, pero extendió una mano hacia él. Samuel sintió un frío intenso y una sensación de desesperación que lo envolvía. De repente, la figura desapareció, dejando tras de sí un silencio sepulcral.
Samuel salió de la habitación, su mente llena de preguntas sin respuesta. Decidió explorar el ala oeste del asilo, donde, según los archivos, se encontraba la oficina del Dr. Hargrove. Al llegar, encontró la puerta cerrada con llave. Forzó la cerradura y entró.
La oficina estaba en un estado de caos, con papeles esparcidos por todas partes y muebles volcados. En el escritorio, encontró un diario. Al leerlo, descubrió que el Dr. Hargrove había estado obsesionado con la idea de comunicarse con los muertos. Creía que los gritos de los pacientes eran en realidad intentos de contacto desde el más allá.
Mientras leía, escuchó pasos acercándose. Se escondió detrás de un armario y esperó. Una figura alta y delgada, con una bata de médico sucia y desgarrada, entró en la habitación. Samuel contuvo la respiración, reconociendo al instante al Dr. Hargrove, o lo que quedaba de él.
El doctor comenzó a murmurar para sí mismo, hablando de sus «experimentos» y de cómo había «fallado». Samuel sintió una mezcla de miedo y compasión. Sabía que debía salir de allí, pero también quería obtener respuestas.
—Dr. Hargrove —dijo en voz baja, saliendo de su escondite—. Necesito entender lo que pasó aquí.
El doctor se giró lentamente, sus ojos vacíos y sin vida.
—Ellos… ellos no me dejaron en paz —murmuró—. Sus gritos… siempre los gritos…
Samuel se acercó con cautela.
—¿Quiénes? ¿Los pacientes?
—No… ellos… los otros —respondió Hargrove, señalando hacia las paredes—. Los que vinieron después… los que nunca se fueron…
Samuel sintió un escalofrío. Sabía que debía salir de allí, pero algo lo retenía. De repente, el doctor se abalanzó sobre él, sus manos huesudas tratando de agarrarlo. Samuel luchó con todas sus fuerzas y logró liberarse, corriendo hacia la salida.
Al llegar al vestíbulo, escuchó nuevamente los gritos. Esta vez, parecían más cercanos, más desesperados. Se detuvo un momento, tratando de calmar su respiración. Sabía que debía salir, pero también sentía una extraña obligación de ayudar a aquellos que habían sufrido en ese lugar.
Decidió dirigirse a la sala de tratamiento principal, donde, según los archivos, se realizaban los experimentos más brutales. Al entrar, encontró una serie de camillas y equipos médicos antiguos. En una de las camillas, vio una figura atada, luchando por liberarse.
—¡Ayuda! —gritó la figura—. ¡Por favor, ayúdame!
Samuel se acercó rápidamente y desató las correas. La figura, una joven mujer, se incorporó lentamente.
—Gracias… —dijo, su voz temblorosa—. Me llamo Emily.
—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Samuel, tratando de entender.
—No lo sé… solo recuerdo haber sido traída aquí… y luego… oscuridad —respondió Emily, con lágrimas en los ojos.
Samuel sintió una mezcla de compasión y determinación. Sabía que debía sacar a Emily de allí, pero también quería descubrir la verdad detrás de los gritos y las desapariciones.
Mientras se dirigían hacia la salida, escucharon un ruido detrás de ellos. Samuel se giró y vio a una figura encapuchada, que avanzaba lentamente hacia ellos.
—¡Corre! —gritó, empujando a Emily hacia la puerta.
Ambos corrieron por los pasillos oscuros, con la figura persiguiéndolos. Al llegar a la entrada, encontraron la puerta bloqueada. Samuel buscó desesperadamente una salida alternativa y vio una ventana rota.
—¡Por aquí! —dijo, ayudando a Emily a pasar.
Justo cuando Samuel estaba a punto de salir, sintió una mano fría agarrarlo por el hombro. Se giró y vio al Dr. Hargrove, su rostro desfigurado por la locura.
—¡No puedes irte! —gritó Hargrove—. ¡Ellos no te dejarán!
Samuel luchó con todas sus fuerzas y logró liberarse, saltando por la ventana. Al caer al suelo, se levantó rápidamente y ayudó a Emily a alejarse del asilo.
Corrieron hasta llegar al borde del bosque, donde se detuvieron para recuperar el aliento. Samuel miró hacia el asilo, que se erguía en la distancia como una sombra siniestra.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Emily, su voz aún temblorosa.
—Debemos informar a las autoridades —respondió Samuel—. Este lugar… debe ser cerrado para siempre.
Mientras se alejaban, Samuel no podía dejar de pensar en los gritos y en las almas atrapadas en el asilo. Sabía que había descubierto solo una parte de la verdad, y que los secretos de Blackwood seguirían acechándolo.
Días después, las autoridades investigaron el asilo y encontraron pruebas de los experimentos inhumanos. El lugar fue clausurado y declarado un sitio de interés histórico. Sin embargo, los rumores sobre los gritos y las desapariciones persistieron.
Samuel, aunque marcado por la experiencia, continuó su trabajo como psiquiatra, decidido a ayudar a aquellos que sufrían en silencio. Pero cada noche, al cerrar los ojos, podía escuchar los gritos del silencio en el asilo, recordándole que algunos misterios nunca deben ser desenterrados.