El detective Samuel Rivas se encontraba en su despacho, observando el horizonte a través de la ventana. Era una tarde lluviosa y gris, como tantas otras en la ciudad de Brackenridge. El sonido de las gotas golpeando el cristal le proporcionaba una extraña sensación de calma, pero esa paz se vio interrumpida por el timbre del teléfono.
—Rivas, ¿dígame? —respondió con voz cansada.
—Detective, soy el agente Martínez. Tenemos otro asesinato, y hay algo que debe ver.
El corazón de Rivas dio un vuelco. No era el primer asesinato que investigaba, pero había algo en la voz de Martínez que le inquietaba.
—Voy para allá —dijo, colgando el teléfono.
Minutos después, Rivas se encontraba en la escena del crimen. Una pequeña casa en las afueras de la ciudad. La puerta estaba abierta y la cinta amarilla de «No pasar» ondeaba con el viento. Entró y se encontró con una escena macabra: el cuerpo de una mujer, descompuesto y con signos evidentes de tortura. En la mesa del comedor, una carta sin remitente.
—Detective, esto estaba junto al cuerpo —dijo Martínez, entregándole la carta.
Rivas la abrió con cuidado. La letra era pulcra, casi obsesivamente ordenada. El mensaje, sin embargo, era perturbador:
«El primer acto ha comenzado. El segundo será aún más sangriento. Prepárate, detective. No podrás detenerme.»
Rivas sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sabía que esto era solo el comienzo.
Durante las siguientes semanas, Rivas recibió más cartas. Cada una prediciendo un asesinato con detalles precisos. Las víctimas parecían no tener conexión alguna entre ellas, lo que hacía el caso aún más complicado. La prensa empezó a llamarlo «El asesino de las cartas». La presión aumentaba y Rivas sentía que el tiempo se le escapaba entre los dedos.
Una noche, mientras examinaba una de las cartas en su despacho, notó algo peculiar. Un pequeño símbolo en la esquina inferior derecha. No lo había visto antes. Tomó una lupa y se dio cuenta de que era un logotipo, muy pequeño, casi imperceptible: un ojo dentro de un triángulo.
—Esto no puede ser una coincidencia —murmuró para sí mismo.
Decidió investigar el símbolo y descubrió que pertenecía a una sociedad secreta que había sido disuelta hacía décadas. Sus miembros eran conocidos por su obsesión con el control y el caos. Rivas empezó a atar cabos y se dio cuenta de que todas las víctimas tenían algo en común: en algún momento de sus vidas, habían estado relacionadas con esa sociedad.
Una noche, mientras revisaba las cartas una vez más, recibió una llamada.
—Detective Rivas, soy el agente Martínez. Tenemos otra carta. Esta vez es diferente. Debe venir a la comisaría de inmediato.
Rivas llegó a la comisaría y Martínez le entregó la carta. Esta vez, el mensaje era aún más perturbador:
«El final está cerca. Te he estado observando, detective. Sé que estás cerca, pero nunca me atraparás. El próximo asesinato será el último, y será alguien muy cercano a ti.»
Rivas sintió un nudo en el estómago. ¿Alguien cercano a él? No podía permitirse perder a nadie más. Decidió tomar medidas drásticas. Reunió a su equipo y les explicó su teoría sobre la sociedad secreta y su conexión con los asesinatos.
—Tenemos que encontrar a este asesino antes de que sea demasiado tarde. No podemos permitir que siga jugando con nosotros —dijo con determinación.
Las horas se convirtieron en días y Rivas apenas dormía. Estaba obsesionado con encontrar al asesino. Entonces, una noche, recibió una llamada anónima.
—Detective Rivas, sé quién es el asesino. Nos encontraremos en el viejo teatro abandonado a medianoche. Ven solo.
Rivas sabía que podía ser una trampa, pero no tenía otra opción. Se dirigió al teatro con cautela. El lugar estaba oscuro y silencioso, con un aire de abandono que le erizaba la piel. Al entrar, escuchó una voz que resonaba desde el escenario.
—Bienvenido, detective. Sabía que vendrías.
Rivas avanzó lentamente, con la mano en su pistola.
—¿Dónde estás? ¡Muéstrate! —gritó.
De las sombras emergió una figura encapuchada. Lentamente, se quitó la capucha, revelando un rostro conocido.
—No puede ser… —murmuró Rivas, incrédulo.
Era el agente Martínez.
—¿Sorprendido, detective? —dijo Martínez con una sonrisa siniestra.
—¿Por qué? ¿Por qué hiciste todo esto? —preguntó Rivas, tratando de entender.
—Porque quiero ver el mundo arder. Y tú, Rivas, eres el único que podía detenerme. Pero ahora, es demasiado tarde.
Antes de que Rivas pudiera reaccionar, Martínez sacó un cuchillo y se lanzó hacia él. Hubo un forcejeo, y en un movimiento desesperado, Rivas logró desarmarlo y reducirlo.
—Esto se acabó, Martínez. Irás a la cárcel por mucho tiempo —dijo, respirando con dificultad.
Martínez solo rió.
—¿De verdad crees que esto ha terminado? Hay otros como yo, y seguirán mis pasos. Esto es solo el comienzo.
Rivas sintió un escalofrío. Sabía que Martínez decía la verdad. Pero por ahora, al menos, había detenido a uno de ellos. Mientras las sirenas de la policía se acercaban, Rivas miró al cielo y se prometió que no descansaría hasta desmantelar toda la red.
Y así, el detective Samuel Rivas se embarcó en una nueva misión, sabiendo que el verdadero terror aún estaba por venir.