La casa de la abuela siempre había sido un lugar de misterio. «¿Has visto el espejo del pasillo?» preguntó Clara, mientras su hermano, Diego, se encogía de hombros. «Dicen que tiene algo raro», añadió ella con un guiño.
Diego sonrió, desafiando la advertencia. «No creo en cuentos de viejas». Se acercó al espejo, su reflejo distorsionado por la luz tenue. «¿Ves? No pasa nada», dijo, aunque un escalofrío le recorrió la espalda.
Clara lo observó desde la puerta, inquieta. «Diego, no te quedes mucho tiempo. La abuela siempre decía que…».
«Que qué, ¿que roba almas?» interrumpió él, riendo. Pero sus ojos se fijaron en el cristal, como si una fuerza invisible lo atrajera. «Es solo un espejo», murmuró, aunque una sombra de duda se cernía sobre él.
Los minutos pasaron. Clara sintió un nudo en el estómago. «¡Diego! ¡Sal de ahí!», gritó. Pero él no respondía; su reflejo sonreía, aunque su rostro real estaba pálido, casi transparente.
«¿Diego?», preguntó Clara, acercándose. «¿Qué te pasa?»
“Es… hermoso”, dijo él, su voz un eco distante. “Puedo ver todo lo que he perdido”.
“¡Deja de mirarlo!”, le suplicó ella, pero él solo se acercó más, como si el espejo le prometiera algo que no podía resistir.
De repente, el cristal brilló con una luz oscura. Clara sintió un tirón en su pecho. “¡Diego, no!”, gritó, pero era demasiado tarde. El espejo se tragó su reflejo y, en un instante, Diego se desvaneció.
Clara retrocedió, horrorizada. Ante ella, el espejo mostraba una imagen nítida: su propio rostro, pero con la sonrisa de su hermano. “Ahora soy yo quien queda”, susurró la imagen, mientras Clara comprendía que había perdido más que a su hermano; había perdido su alma.
Con lágrimas en los ojos, giró para huir, pero la puerta estaba sellada. El espejo, ahora en silencio, reflejaba un mundo vacío, donde la única risa que quedaba era la de Diego, atrapado para siempre.