Cuando Javier firmó el contrato, sintió que había encontrado una ganga. El apartamento 13, en un edificio antiguo, tenía un aire nostálgico que lo atraía. Pero pronto, los susurros de los vecinos comenzaron a inquietarlo.
—¿No sabes lo que pasó con los anteriores inquilinos? —preguntó Marta, la anciana del primer piso, mientras le servía un té que sabía a tierra.
—Desaparecieron, se dice que el apartamento está maldito —respondió ella, con ojos que parecían saber más de lo que decían.
Javier rió nerviosamente. Malditos rumores, pensó. Sin embargo, al caer la noche, un frío inexplicable llenó el aire. Las sombras en las esquinas parecían moverse, y los murmullos se intensificaban.
—¿Estás ahí? —llamó una noche, sintiendo una presencia detrás de él. No obtuvo respuesta, solo un eco lejano que le heló la sangre.
Pasaron los días y cada vez que se asomaba a la ventana, veía una figura fugaz en el callejón. El rostro era difuso, pero sentía que lo observaba. Una noche, decidió enfrentar su miedo.
—¡Sal de ahí! —gritó, esperando que el eco lo respondiera.
La figura se acercó, y Javier sintió un escalofrío recorrer su espalda. Era una mujer con ojos vacíos, que susurró:
—No te vayas. Aquí somos todos amigos.
El horror lo invadió. ¿Amigos? ¿Qué había pasado con los anteriores inquilinos? En ese momento, comprendió que no estaba solo. La oscuridad del apartamento 13 lo había reclamado.
Al día siguiente, Marta encontró el contrato de Javier en su buzón, con una nota escrita a mano: “Ya no soy un extraño. Ahora soy parte de la casa.”
Y así, el ciclo se repetía, mientras el apartamento esperaba al siguiente inquilino.