El detective Samuel Rivas no era un hombre que se dejara llevar por supersticiones. Su carrera estaba cimentada en hechos, pruebas y lógica. Sin embargo, cuando llegó al pequeño pueblo de San Esteban, sintió un escalofrío que le recorrió la columna vertebral. El viento soplaba con una intensidad inusual, y cada ráfaga parecía llevar consigo un susurro inquietante, como si el aire mismo estuviera lleno de secretos oscuros.
San Esteban era un lugar apartado, rodeado de montañas y bosques densos. Los habitantes eran pocos y reservados, y la atmósfera del pueblo parecía estar impregnada de una tristeza antigua. Samuel había sido llamado para investigar una serie de desapariciones inexplicables que habían ocurrido en los últimos meses. La policía local estaba desconcertada, y los rumores de un antiguo ritual maldito comenzaban a circular entre los habitantes.
La primera persona con la que habló fue el alcalde, un hombre de avanzada edad llamado Don Julián.
—Detective Rivas, agradezco que haya venido tan pronto —dijo Don Julián, con una voz temblorosa—. Este pueblo ha sido golpeado por una tragedia tras otra, y ya no sabemos qué hacer.
—¿Qué puede decirme sobre las desapariciones? —preguntó Samuel, tomando asiento en la pequeña oficina del alcalde.
—Todo comenzó hace unos seis meses —respondió Don Julián—. Primero fue Marta, una joven que trabajaba en la panadería. Luego, un par de niños que jugaban cerca del bosque. Y así, uno tras otro, hasta que ya han desaparecido diez personas. No hay pistas, no hay cuerpos… solo el viento.
Samuel frunció el ceño.
—¿El viento?
—Sí, detective. El viento en este pueblo siempre ha sido peculiar. Sopla de una manera que parece estar vivo, y últimamente, los habitantes dicen que pueden escuchar susurros en él. Lamentos, gritos… como si las almas de los desaparecidos estuvieran atrapadas en el aire.
Samuel no era un hombre que se dejara influenciar por tales historias, pero algo en la voz del alcalde lo hizo sentir una inquietud profunda. Decidió comenzar su investigación en el bosque, el lugar donde se habían producido las primeras desapariciones.
El bosque de San Esteban era denso y oscuro, con árboles tan altos que apenas dejaban pasar la luz del sol. Mientras caminaba por los senderos, Samuel no podía evitar sentir que estaba siendo observado. El viento soplaba entre las ramas, y cada ráfaga parecía susurrar su nombre. «Samuel… Samuel…»
De repente, encontró una pequeña cabaña abandonada. La puerta estaba entreabierta, y el interior estaba cubierto de polvo y telarañas. En una de las paredes, Samuel encontró marcas extrañas, símbolos que no reconocía. Decidió tomar fotos y llevarlas a un experto en simbología.
Al regresar al pueblo, se encontró con una mujer llamada Ana, una de las pocas personas que parecían dispuestas a hablar.
—Detective, he oído que encontró la cabaña —dijo Ana, con una mirada de preocupación—. Ese lugar… es donde solían hacer los rituales.
—¿Rituales? —preguntó Samuel, intrigado.
—Hace muchos años, este pueblo era conocido por sus prácticas oscuras. Rituales de invocación, sacrificios humanos… cosas terribles. Se dice que el viento lleva consigo las almas de las víctimas, atrapadas para siempre en un ciclo de tormento.
Samuel sintió un nudo en el estómago. ¿Podría ser que las desapariciones estuvieran relacionadas con esos antiguos rituales? Decidió investigar más a fondo, y esa noche, mientras revisaba las fotos de los símbolos, recibió una llamada inesperada.
—Detective Rivas, soy el Dr. Hernández, el experto en simbología que contactó. He revisado las fotos y puedo decirle que esos símbolos son parte de un antiguo ritual de invocación. Un ritual para atrapar almas.
Samuel sintió un escalofrío. ¿Podría ser que las desapariciones fueran el resultado de un intento de revivir esos antiguos rituales? Decidió volver al bosque esa misma noche, armado con una linterna y su pistola.
El viento soplaba con una fuerza inusitada, y los susurros eran más fuertes que nunca. «Samuel… Samuel…» Parecía que el propio aire estaba tratando de detenerlo. Al llegar a la cabaña, encontró algo que no había visto antes: un libro antiguo, cubierto de polvo y moho. Al abrirlo, encontró descripciones detalladas del ritual y cómo llevarlo a cabo.
De repente, escuchó un ruido detrás de él. Se giró rápidamente y vio a una figura encapuchada, con una mirada vacía y aterradora.
—¿Quién eres? —gritó Samuel, apuntando con su pistola.
—Soy el guardián del ritual —respondió la figura, con una voz que parecía venir de otro mundo—. Y tú no deberías estar aquí.
Antes de que Samuel pudiera reaccionar, la figura desapareció en una ráfaga de viento. Los susurros se hicieron más intensos, y Samuel sintió que el aire mismo lo envolvía, tratando de ahogarlo. «Samuel… Samuel…»
Con todas sus fuerzas, logró salir de la cabaña y correr de regreso al pueblo. Al llegar, se encontró con Ana, que lo miró con ojos llenos de terror.
—Detective, ¿qué ha pasado? —preguntó, preocupada.
—El ritual… es real. Y alguien está tratando de revivirlo —dijo Samuel, jadeando.
Esa noche, Samuel decidió que debía detener al guardián del ritual. Con la ayuda de Ana y algunos habitantes del pueblo, organizaron una vigilancia alrededor del bosque. El viento seguía susurrando, pero esta vez, Samuel estaba decidido a enfrentarlo.
Horas más tarde, vieron a la figura encapuchada acercándose a la cabaña. Samuel y los demás lo rodearon y, con una fuerza inesperada, lograron capturarlo. Al quitarle la capucha, descubrieron a Don Julián, el alcalde.
—¿Por qué, Don Julián? —preguntó Samuel, incrédulo.
—El viento… el viento me lo ordenó —dijo Don Julián, con una mirada desquiciada—. Las almas necesitan ser liberadas.
Samuel comprendió que el alcalde había sido consumido por la locura, influenciado por los antiguos rituales. Decidieron destruir la cabaña y los símbolos, con la esperanza de romper el ciclo de tormento.
A la mañana siguiente, el viento en San Esteban había cambiado. Ya no llevaba consigo susurros ni lamentos. El pueblo comenzaba a sanar, y las desapariciones cesaron. Sin embargo, Samuel nunca olvidó la sensación de aquellos susurros en el viento, y cada vez que escuchaba una ráfaga, no podía evitar preguntarse si las almas atrapadas realmente habían sido liberadas o si simplemente esperaban su próxima oportunidad.