La familia Ruiz llegó a la casa en un día nublado, como si el sol hubiera decidido no salir. “Es perfecta”, dijo Clara, la madre, mientras sus ojos brillaban con una mezcla de emoción y desconfianza. “Solo necesitamos un poco de luz”.
Sin embargo, las semanas pasaron y la luz nunca llegó. “¿Por qué no amanece en esta casa?” preguntó Miguel, el hijo menor, con la voz temblorosa. “Es solo un mal día, cariño”, respondió su padre, intentando ocultar su propio miedo.
Cada noche, los susurros se hacían más intensos. “¿Escuchan eso?” preguntó Clara, mientras la oscuridad parecía tragarse la habitación. “Es solo el viento”, dijo Javier, el padre, aunque su voz temblaba. Pero el viento no susurraba.
Una noche, Miguel se despertó con un frío helado en su pecho. “Mamá, hay alguien en mi habitación”, murmuró. Clara se acercó y, al abrir la puerta, se encontró con un vacío que parecía devorar la luz. “No hay nadie, amor”, dijo, pero el terror en su mirada delataba la verdad.
Los días se convirtieron en noches interminables. “No podemos quedarnos aquí”, insistió Javier, pero Clara lo detuvo. “¿Y si nos siguen? ¿Y si nunca escapamos?”
Fue entonces que la casa pareció cobrar vida. Las paredes crujían, y sombras danzaban en las esquinas. “¡Salgan de aquí!”, gritó Miguel, mientras una risa escalofriante resonaba en el aire. “¡No tienen adónde ir!”, respondieron voces que parecían surgir de la nada.
Al amanecer del séptimo día, Javier decidió que ya era suficiente. “Voy a romper el hechizo”, dijo, empacando lo poco que quedaba. Pero al abrir la puerta, un abismo oscuro se extendió ante él. “¡No hay salida!”, gritaron los ecos de sus propios miedos.
“¿Qué hacemos, mamá?” preguntó Miguel, con lágrimas en los ojos. Clara, con la voz quebrada, murmuró: “Quizás debimos escuchar las advertencias de los vecinos. Esta casa… no quiere que amanezcamos”.
Y así, la familia Ruiz se convirtió en parte de la oscuridad, atrapada en una casa donde nunca amanecería.