El pueblo siempre había hablado del lago oscuro. Nadie se atrevía a acercarse, excepto Clara, que una tarde decidió desafiar las advertencias. “Es solo agua”, se dijo, ignorando los murmullos de los ancianos. Sus amigos, Tomás y Sara, la siguieron, aunque con miedo.
“¿Vas a entrar?” preguntó Tomás, con voz temblorosa.
“Claro, ¿quién tiene miedo de un poco de agua?” respondió Clara, riendo.
Se zambulló, el frío la envolvió. Pero, mientras nadaba, una sombra emergió del fondo. Sus ojos brillaban como dos faros en la oscuridad, y una voz susurrante resonó en su mente: “Devuélveme lo que me pertenece…”
“¿Escucharon eso?” gritó Sara, su rostro pálido.
“Es solo el eco”, Clara intentó calmarla, pero el miedo comenzaba a apoderarse de ella.
La criatura se acercó, su forma indistinta y gelatinosa se movía con una gracia aterradora. Las aguas comenzaron a agitarse, y Clara sintió una fuerza tirando de sus piernas. “¡Ayuda!” gritó, pero su voz se ahogó en el silencio del lago.
Tomás, paralizado, solo pudo observar mientras la criatura arrastraba a Clara hacia el fondo. “¡No! ¡Clara!” gritó, pero su grito fue tragado por las profundidades.
“Debemos irnos”, dijo Sara, con lágrimas en los ojos. Pero antes de que pudieran nadar de regreso, la criatura emergió nuevamente, esta vez con una sonrisa torcida. “Uno más… uno menos…”
Y así, el lago oscuro volvió a su calma, dejando solo el eco de risas ahogadas. Al amanecer, los tres amigos nunca regresaron, y el pueblo continuó hablando de la criatura, mientras el agua guardaba su secreto.
