La Hechicera del Reloj de Arena

En un pequeño pueblo enclavado entre colinas cubiertas de niebla, un joven aventurero llamado Elian se preparaba para una misión que cambiaría su vida para siempre. La sombra de la Hechicera del Reloj de Arena se cernía sobre su hogar, y los ancianos del pueblo hablaban en susurros sobre el destino catastrófico que les aguardaba. Elian, decidido a salvar a su gente, se adentró en el bosque prohibido donde se decía que la hechicera residía.

El viento ululaba entre los árboles, como si intentara advertirle. “No te acerques, Elian. No es el momento”, murmuraban las hojas. Pero el joven aventurero ignoró las advertencias, su corazón palpitaba con la determinación de un héroe.

Tras horas de caminata, llegó a un claro iluminado por la luz de la luna. En el centro, un altar de piedra sostenía un enorme reloj de arena, cuyas arenas doradas caían lentamente. La figura de la hechicera se erguía junto a él, con una capa oscura que parecía absorber la luz. Sus ojos, dos pozos de oscuridad, se posaron en Elian.

“¿Qué deseas, intruso?” preguntó con una voz que resonaba como un eco en la noche.

“Vengo a pedirte que detengas la maldición que pesa sobre mi pueblo,” respondió Elian, temblando pero firme. “Han dicho que tu magia es la única que puede salvarnos.”

La hechicera sonrió, y la arena del reloj brilló con un fulgor inquietante. “¿Salvar? O quizás, ¿destruir?” Su risa era como el crujido de ramas secas. “El tiempo es un juego, joven. Y tú has llegado al tablero.”

Elian sintió un escalofrío recorrer su espalda. “No entiendo. Solo quiero una oportunidad para que mi gente viva.”

“El tiempo no se concede, se toma,” respondió ella, acercándose. “¿Estás dispuesto a arriesgarlo todo?”

Elian asintió, aunque en su interior una voz le advertía que había algo más en juego. La hechicera extendió su mano, y en un instante, la arena del reloj comenzó a girar más rápido. “Si deseas salvar a tu pueblo, deberás enfrentar tres pruebas. Cada una te acercará más a la verdad, pero también a la oscuridad.”

Sin dudarlo, Elian aceptó. La primera prueba lo llevó a un laberinto de espejos. Al entrar, se vio rodeado de su propio reflejo, pero cada imagen era una versión distorsionada de sí mismo: un Elian temeroso, uno egoísta, otro que había abandonado a su pueblo.

“¿Cuál eres tú?” gritó, desesperado. “¡Soy el verdadero Elian!”

“¿De verdad?” se burlaron los ecos. “¿Qué harías por ellos?”

La voz de su madre resonó en su mente, recordándole las noches de frío y hambre. “Haré lo que sea necesario,” respondió con firmeza. Con un grito, rompió el espejo más cercano, y con ello, la ilusión se desvaneció. Salió del laberinto, pero no sin llevar consigo el peso de sus propios miedos.

La segunda prueba lo llevó a un bosque sombrío, donde las sombras susurraban secretos oscuros. Allí encontró a un anciano encadenado a un árbol, su rostro demacrado y su mirada perdida.

“Ayúdame, joven,” suplicó el anciano. “He sido prisionero de esta maldición durante años. Si me liberas, te daré el conocimiento que buscas.”

Elian dudó. “¿Y si es una trampa?”

“¿Qué es la vida sin riesgo?” dijo el anciano, su voz suave como el terciopelo. “Tu pueblo está en peligro. Solo tú puedes salvarlo.”

Con un suspiro, Elian desató las cadenas. El anciano sonrió, pero su expresión se tornó sombría. “Ahora, debes pagar el precio.”

De repente, el anciano se desvaneció en un torbellino de sombras, y Elian sintió que algo dentro de él se rompía. “¡¿Qué has hecho?!” gritó, pero ya era demasiado tarde. Había liberado algo más que un hombre.

La tercera prueba lo llevó a un acantilado, donde el viento aullaba como un lobo hambriento. Allí, encontró un cofre antiguo que contenía un corazón de cristal. “Este es el corazón del tiempo,” dijo la hechicera, apareciendo de la nada. “Si lo tomas, tendrás el poder de cambiar el destino de tu pueblo. Pero ten cuidado, Elian. Cada elección tiene un precio.”

El joven aventurero sintió el peso de la responsabilidad en sus manos. “¿Qué precio?”

“La vida de alguien que amas,” respondió ella, con una sonrisa que helaba la sangre. “El tiempo es un recurso escaso, y siempre se debe equilibrar.”

Elian miró hacia el horizonte, donde las luces de su pueblo parpadeaban como estrellas distantes. Recordó a su hermana pequeña, a su madre, y a todos los que amaba. “No puedo,” murmuró. “No puedo sacrificar a nadie.”

La hechicera frunció el ceño. “Entonces, ¿te rendirás? ¿Dejarás que tu pueblo sufra?”

“Buscaré otra forma,” respondió Elian, decidido. “No sacrificaré a nadie.”

La hechicera soltó una risa amarga. “Eres un necio. El tiempo no espera a nadie.” Y con un movimiento de su mano, el reloj de arena se detuvo. “Tu decisión ha sido tomada. El tiempo se ha congelado para ti, pero no para los demás.”

Elian sintió un frío recorrer su cuerpo. “¿Qué has hecho?”

“Tu pueblo se enfrentará a su destino,” dijo ella, mientras las sombras comenzaban a rodearlo. “Y tú serás testigo de su caída.”

El joven aventurero se vio obligado a mirar, impotente, mientras el tiempo avanzaba a su alrededor. Vio cómo las sombras devoraban su hogar, cómo la desesperación y el miedo se apoderaban de sus seres queridos. “¡No! ¡Esto no puede estar pasando!” gritó, pero su voz se perdió en el viento.

La hechicera lo observaba con una expresión de satisfacción. “El tiempo es un juego, Elian. Y tú has perdido.”

Desesperado, Elian intentó romper el hechizo, pero las sombras lo envolvieron, llevándolo a un abismo de oscuridad. “¡No puedo dejar que esto suceda!” clamó, pero su voz se desvaneció.

Cuando finalmente despertó, se encontró de nuevo en el claro, frente al reloj de arena. Pero esta vez, el tiempo había cambiado. La arena caía en dirección opuesta, como si todo lo que había vivido hubiera sido una ilusión, un ciclo interminable.

“¿Por qué?” preguntó, con lágrimas en los ojos. “¿Por qué me haces esto?”

“Porque el tiempo nunca se detiene, joven,” respondió la hechicera, su voz resonando en el aire. “Y tú, Elian, estás atrapado en su red. La próxima vez que intentes salvar a alguien, recuerda que el tiempo siempre exige un sacrificio.”

Y así, Elian quedó atrapado en un ciclo eterno, condenado a observar cómo su pueblo caía una y otra vez, sin poder hacer nada para cambiarlo. La Hechicera del Reloj de Arena había ganado, y el joven aventurero se convirtió en una sombra de lo que una vez fue, un eco de su propia desesperación.

“El tiempo no se concede, se toma,” resonó en su mente, mientras la arena seguía cayendo, y el reloj giraba sin piedad.

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Cuentomanía

Don Cuento es un escritor caracterizado por su humor absurdo y satírico, su narrativa ágil y desenfadada, y su uso creativo del lenguaje y la ironía para comentar sobre la sociedad contemporánea. Utiliza un tono ligero y sarcástico para abordar los temas y usas diálogos rápidos y situaciones extravagantes para crear un ambiente de comedia y surrealismo a lo largo de sus historias.

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