El detective Samuel Rivas encendió su último cigarrillo de la noche mientras observaba el callejón sin salida desde su coche. Las luces parpadeantes del alumbrado público apenas lograban penetrar la oscuridad que envolvía aquel lugar. Las sombras parecían cobrar vida propia, moviéndose con una inquietante autonomía. Había algo siniestro en ese callejón. Algo que le hacía sentir un escalofrío recorrer su espina dorsal.
—¿Qué tenemos, Rivas? —preguntó su compañero, el oficial Luis Ortega, mientras se acercaba con una linterna en la mano.
—Otro cuerpo —respondió Samuel, dejando escapar una densa nube de humo—. El cuarto en dos semanas.
Luis iluminó el cadáver con la linterna, revelando un rostro congelado en una expresión de terror absoluto. La víctima, una joven mujer, yacía con los ojos desorbitados y la boca abierta en un grito silencioso. Su piel estaba pálida, casi translúcida bajo la luz artificial.
—¿Alguna pista? —inquirió Luis, aunque ya conocía la respuesta.
Samuel negó con la cabeza. No había huellas, ni testigos, ni motivos aparentes. Solo una serie de cuerpos abandonados en el mismo callejón, cada uno más aterrador que el anterior.
—Es como si la sombra misma se los tragara —murmuró Samuel, más para sí mismo que para su compañero.
—¿Qué dijiste? —Luis lo miró con curiosidad.
—Nada, solo… nada —Samuel apagó el cigarrillo y se dirigió hacia el callejón.
La bruma nocturna parecía espesarse a medida que avanzaban, envolviéndolos en una atmósfera opresiva. El sonido de sus pasos resonaba hueco contra las paredes de ladrillo. Samuel no podía sacudirse la sensación de que algo, o alguien, los observaba desde las sombras.
—¿Te has dado cuenta de que siempre es en este callejón? —preguntó Luis, rompiendo el silencio.
—Sí, y eso es lo que me preocupa —respondió Samuel—. ¿Por qué aquí? ¿Qué tiene este lugar?
Luis no respondió, pero ambos sabían que la respuesta no sería fácil de encontrar. La sombra que acechaba en el callejón sin salida parecía desafiar toda lógica y razón.
Esa noche, Samuel decidió quedarse más tiempo. Luis se había marchado, dejándolo solo con sus pensamientos y el eco de sus propios pasos. La oscuridad parecía envolverlo, y por un momento, sintió como si el callejón se estrechara a su alrededor.
De repente, un susurro suave y apenas audible llegó a sus oídos. Samuel se giró bruscamente, apuntando su linterna hacia el origen del sonido. No había nada, solo la oscuridad densa y opresiva.
—¿Quién anda ahí? —gritó, tratando de mantener la calma.
El susurro se hizo más fuerte, más insistente. Era como si las sombras mismas estuvieran hablando. Samuel sintió un sudor frío recorrer su frente mientras avanzaba lentamente, con la linterna temblando en su mano.
—Muéstrate —ordenó, aunque su voz traicionaba su nerviosismo.
De la penumbra surgió una figura, una sombra que parecía moverse con vida propia. Samuel retrocedió, el miedo paralizándolo. La sombra se acercó, su forma indistinta y amorfa, y Samuel sintió un terror primitivo apoderarse de él.
—¿Qué eres? —logró preguntar con voz temblorosa.
La sombra no respondió con palabras, pero su presencia era respuesta suficiente. Era un ser de oscuridad pura, una entidad que se alimentaba del miedo y la desesperación. Samuel sintió cómo su mente empezaba a desmoronarse bajo la presión de aquella presencia.
—Tú… tú eres el responsable —murmuró, tratando de mantener la cordura.
La sombra se detuvo, como si considerara sus palabras. Luego, sin previo aviso, se abalanzó sobre él. Samuel sintió un frío helado envolverlo, una oscuridad que parecía succionar toda la luz y el calor de su cuerpo.
En un último esfuerzo desesperado, Samuel levantó su linterna y la encendió directamente sobre la sombra. La luz atravesó la oscuridad, y por un breve momento, la sombra pareció retroceder. Pero fue solo un instante. La oscuridad volvió con más fuerza, y Samuel sintió cómo su consciencia se desvanecía.
Cuando Luis regresó al callejón al amanecer, encontró el cuerpo de Samuel, pálido y sin vida, con la misma expresión de terror absoluto que las otras víctimas. El detective había enfrentado su peor miedo y había perdido.
El callejón sin salida seguía en silencio, pero las sombras parecían moverse con una inquietante autonomía. La sombra que acechaba había reclamado otra víctima, y su hambre no parecía tener fin.