La tarde se desvanecía lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de un naranja profundo. Un grupo de amigos, Marta, Javier, Sofía y Luis, se aventuró en un sendero poco transitado en la montaña, guiados por un viejo mapa que habían encontrado en un libro polvoriento de la biblioteca del pueblo. El destino prometía ser emocionante: una cueva legendaria que, según las historias, albergaba un tesoro de esmeraldas.
—¿Estás seguro de que este es el camino? —preguntó Sofía, mientras se ajustaba la mochila.
—Claro, ¡solo un poco más! —respondió Javier, con una sonrisa confiada—. Según el mapa, la cueva está justo al final de esta senda.
El grupo continuó, riendo y bromeando, ajenos a la sombra que se cernía sobre ellos. La vegetación se hacía más densa, y el aire se tornaba más frío. Finalmente, llegaron a la entrada de la cueva. Un gran arco de piedra se alzaba ante ellos, cubierto de musgo y enredaderas.
—Es impresionante —dijo Marta, con los ojos brillantes—. ¡Vamos a ver qué hay dentro!
Con linternas en mano, se adentraron en la oscuridad. Las paredes de la cueva estaban cubiertas de brillantes esmeraldas que reflejaban la luz, creando un espectáculo deslumbrante.
—¡Increíble! —exclamó Luis, maravillado—. ¡Nunca había visto algo así!
Sin embargo, a medida que avanzaban, la atmósfera se tornaba más pesada. Un silencio inquietante envolvía el lugar, interrumpido solo por el eco de sus pasos.
—¿No les parece que este lugar es… extraño? —murmuró Sofía, mirando a su alrededor con desconfianza.
—Solo es una cueva, Sofía —dijo Javier, tratando de restarle importancia—. ¡Miren esas esmeraldas! Podríamos ser ricos.
Pero mientras hablaban, un susurro apenas audible comenzó a resonar entre las piedras. Era un murmullo bajo, como el viento que se desliza entre las hojas, pero con un tono amenazador.
—¿Escuchan eso? —preguntó Marta, su voz temblando ligeramente.
—Es solo el eco —respondió Luis, aunque su mirada se oscurecía—. Sigamos adelante.
Al fondo de la cueva, encontraron un altar hecho de rocas. En él, una gran esmeralda brillaba intensamente, como si estuviera viva. Los amigos se miraron, sintiendo una mezcla de codicia y temor.
—Es hermosa —dijo Sofía, acercándose con cautela—. Deberíamos llevarla.
—No, espera —interrumpió Javier—. ¿Y si es una trampa? Este lugar tiene que tener algún tipo de protección.
Pero la curiosidad de Sofía era más fuerte. Se acercó al altar y, con un movimiento rápido, tomó la esmeralda. En ese instante, un grito ensordecedor resonó en la cueva, como el lamento de un alma perdida.
—¡¿Qué has hecho?! —gritó Luis, retrocediendo—. ¡Déjala!
La esmeralda comenzó a brillar con una luz intensa, y de las sombras emergió una figura pequeña, cubierta de un manto oscuro. Era un duende, sus ojos relucían con furia y su voz sonaba como el crujir de ramas secas.
—¡Infractoras! ¡Han osado robar lo que no les pertenece! —gritó el duende, su voz resonando en las paredes de la cueva.
—¡Perdón! Solo queríamos ver… —balbuceó Sofía, aterrorizada.
—No hay perdón para los que profanan mi hogar —dijo el duende, levantando su mano. De repente, la cueva comenzó a temblar, y las esmeraldas en las paredes se oscurecieron.
—¡Corran! —gritó Marta, mientras el suelo se agrietaba.
El grupo salió corriendo, el duende persiguiéndolos, sus risas retumbando en la cueva como un eco macabro. La luz de la esmeralda se desvanecía a medida que se alejaban, pero el terror los impulsaba a seguir.
—¡No podemos dejar que nos atrape! —gritó Javier, tratando de mantener la calma.
Sofía, todavía aferrada a la esmeralda, tropezó y cayó. Luis se detuvo para ayudarla, pero el duende se acercaba rápidamente.
—¡Sofía, suéltala! —gritó Luis, extendiendo la mano.
—¡No puedo! —respondió ella, aterrorizada—. ¡Siento que me llama!
El duende se detuvo, su rostro retorcido por la rabia. Con un movimiento rápido, lanzó un hechizo y una sombra oscura se abalanzó sobre Sofía y Luis.
—Elige, humano. ¿Tu vida o la esmeralda? —dijo el duende, con una sonrisa cruel.
—¡No! —gritó Marta—. ¡No hagas esto!
La cueva seguía temblando, y el aire se tornaba cada vez más denso. Javier, temblando de miedo, gritó:
—¡Sofía, déjala! ¡No vale la pena!
Pero la joven estaba atrapada en un trance, la esmeralda brillando con fuerza en su mano. El duende se acercó, y en un instante, la cueva se llenó de un grito desgarrador.
—¡Sofía! —gritó Luis, pero era demasiado tarde. La sombra se la llevó, y el eco de su grito se desvaneció en la oscuridad.
Javier y Marta, paralizados por el horror, no podían creer lo que había sucedido.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Marta, con lágrimas en los ojos.
—Debemos salir de aquí —dijo Javier, con voz temblorosa—. No podemos quedarnos.
Mientras corrían hacia la salida, el duende se reía, su voz resonando en sus mentes.
—No escaparán. Este lugar es mío, y ustedes han traído su propia ruina.
Finalmente, lograron llegar a la entrada de la cueva, pero el duende se interpuso en su camino, su figura oscura bloqueando la luz del exterior.
—¿Creen que pueden irse tan fácilmente? —preguntó, con una sonrisa burlona—. Ustedes han despertado mi ira.
—¡Déjanos ir! —imploró Marta, mientras el pánico la consumía.
El duende se acercó lentamente, y con un gesto de su mano, el suelo comenzó a abrirse. Los amigos sintieron el terror apoderarse de ellos.
—No hay escape. La avaricia ha traído su condena —dijo el duende, mientras la tierra los tragaba.
Javier y Marta se tomaron de las manos, y en un último intento, gritaron:
—¡Lo sentimos! ¡No queríamos ofenderte!
Pero el duende solo se rió, una risa fría que resonó en la cueva mientras la oscuridad los envolvía.
Cuando el silencio finalmente se asentó, la entrada de la cueva se cerró, y la leyenda del guardián de la cueva de esmeraldas se hizo más fuerte. Nadie volvió a ver a Marta, Javier, Sofía o Luis.
Solo quedó el eco de sus risas, mezclado con el susurro del duende, quien ahora guardaba su tesoro con más ferocidad que nunca, esperando a los próximos intrusos que osaran desafiar su dominio. La cueva, con su esplendor oculto, permanecía en pie, un recordatorio escalofriante de que la avaricia siempre tiene un precio.
Fin