Había una vez, en un bosque muy, muy lejano, un monstruo llamado Gustavo. Gustavo no era como los otros monstruos. Mientras que sus amigos rugían y asustaban a los viajeros, Gustavo prefería esconderse detrás de los árboles y observar en silencio. Era un monstruo tímido, y aunque tenía unos dientes afilados y una piel verde y escamosa, en el fondo, tenía un corazón muy tierno.
Una noche, mientras la luna brillaba en el cielo, Gustavo escuchó una melodía que venía del pueblo cercano. Era una música tan alegre que no pudo evitar acercarse para escuchar mejor. Se escondió detrás de un gran roble y vio a los niños del pueblo bailando alrededor de una fogata. Sus pies se movían de un lado a otro, y sus risas llenaban el aire.
«¡Qué bonito bailan!» pensó Gustavo. Nunca había visto algo tan maravilloso. Sin darse cuenta, sus patas empezaron a moverse al ritmo de la música. Primero, un pequeño paso a la derecha, luego uno a la izquierda. Gustavo estaba bailando, aunque muy tímidamente.
De repente, uno de los niños, una niña llamada Luna, lo vio. «¡Miren, hay un monstruo!» gritó, pero no con miedo, sino con curiosidad. Los otros niños se detuvieron y miraron a Gustavo. Él se puso muy nervioso y dejó de moverse.
Luna se acercó despacio y le dijo: «Hola, monstruo. ¿Te gusta bailar?»
Gustavo, con su voz temblorosa, respondió: «Sí, pero… soy muy tímido.»
Luna le sonrió y le tomó una de sus grandes patas. «No tienes que ser tímido. Todos podemos bailar. Ven, te enseñaremos.»
Los otros niños se acercaron también y formaron un círculo alrededor de Gustavo. Empezaron a aplaudir y a cantar una canción alegre. Gustavo, aunque al principio estaba muy nervioso, poco a poco comenzó a moverse otra vez. Primero un paso, luego otro, y antes de darse cuenta, estaba bailando junto con los niños.
«¡Mira cómo se mueve!» dijo uno de los niños.
«¡Es un gran bailarín!» exclamó otro.
Gustavo se sintió muy feliz. Por primera vez en su vida, no se sentía tímido ni asustado. La música y la compañía de los niños lo hicieron sentir especial. Bailaron y bailaron hasta que la luna empezó a esconderse y el sol comenzó a salir.
«Gracias, niños,» dijo Gustavo con una gran sonrisa. «Nunca había sido tan feliz.»
Luna le dio un abrazo y le dijo: «Gracias a ti, Gustavo. Nos has enseñado que todos podemos bailar, sin importar cómo seamos.»
Desde ese día, Gustavo visitaba el pueblo cada noche para bailar con los niños. Ya no se escondía detrás de los árboles ni se sentía tímido. Descubrió que cuando bailaba, su corazón se llenaba de alegría y que no importaba si era un monstruo, porque todos tenían un ritmo interior esperando ser descubierto.
Y así, el monstruo que aprendió a bailar se convirtió en el mejor amigo de los niños del pueblo, demostrando que todos, sin importar cómo sean, pueden encontrar su propio ritmo y disfrutar de la música y la danza.