En una pequeña aldea, un hombre llamado Tomás encontró una antigua caja de madera enterrada en su jardín. La abrió con curiosidad y halló dentro un viejo reloj de bolsillo, su esfera agrietada y sus agujas inmóviles marcando las tres en punto. Aquella noche, despertó exactamente a las tres, sintiendo una presencia en su habitación. La oscuridad era densa, y el reloj, que había dejado sobre la mesilla, comenzó a emitir un tic-tac lento y escalofriante.
Las paredes susurraban su nombre, y Tomás sintió un aliento helado en su nuca. Paralizado por el miedo, miró hacia el reloj y vio su propio reflejo, pálido y distorsionado, en el cristal roto. Pero detrás de su reflejo, una figura espectral lo observaba, con ojos vacíos y una sonrisa malévola.
Desesperado, Tomás arrojó el reloj por la ventana y se refugió bajo las sábanas. El tic-tac cesó, y el silencio volvió. Sin embargo, al amanecer, encontró el reloj nuevamente en su mesilla, su esfera ahora marcando las dos. Cada noche, el reloj retrocedía una hora, y la presencia se hacía más tangible, más amenazante.
Tomás se dio cuenta demasiado tarde de que el reloj no marcaba el tiempo. Marcaba los días que le quedaban. Cuando finalmente llegó la medianoche del último día, el reloj se detuvo y Tomás también.